En días recientes, el columnista Ricardo Alemán escribió un artículo preguntándose si en qué sentido sería el voto católico en las próximas elecciones. Desde su punto de vista, equivocado por cierto, decía que la 4T está llena de pecadores y que, por tanto, el voto por ellos no sería congruente. Y pasa a señalar errores, fallas y problemas de la actual administración como ejemplo de dichas conductas no propias de un católico. Además, en cierto modo reta a la jerarquía a que incida y oriente el voto de los católicos en la próxima elección.

 

La perspectiva de Alemán me parece que tiene dos fallas, la legal y la doctrinal. De la primera hay que recordar que aunque con las modificaciones constitucionales al artículo 130 y otras normas, se le reconocieron derechos políticos a los ministros de la Iglesia, se hizo de manera limitada. Los ministros pueden votar, pero no pueden ser candidatos ni utilizar los templos para intervenir en política partidista. Violar esas disposiciones injustas y contrarias a los derechos humanos tienen consecuencias que, evidentemente, la Iglesia no busca. Estas limitaciones se derivan, sin duda, de que como dice Alemán, los ministros aún tiene mucha influencia entre los católicos que somos mayoría en este país y tienen miedo de lo que pudiera suceder.

 

Desde el aspecto doctrinal hay varias consideraciones. La primera y más simple es que no se puede decir que no se vote por uno y otro candidato o miembros de un partido porque son pecadores. Todos somos pecadores, por una parte, y no nos corresponde juzgar a las personas en ese sentido para descartar a nadie. El Papa Francisco ha reiterado una y otra vez la acogida que la Iglesia –y todos los bautizados somos Iglesia- da a quienes incluso objetiva y públicamente se reconocen pecadores o aparecen como tales.

 

La Iglesia no tiene un proyecto político propio y señala que los laicos somos libres al elegir las opciones políticas de nuestra preferencia. Hay, sí, condicionantes: que haya congruencia con la doctrina y los principios morales. Sin embargo, el Concilio Vaticano II señaló que los sacerdotes no deben participar directamente en política partidista y, menos aún, ocupar cargos públicos. También a los seglares que actúen en política partidista, se les pide no hacerlo en tanto católicos a fin de que, precisamente, no se atribuya a la Iglesia las acciones que realizan como ciudadanos. Este deslinde, reiterado en los tiempos modernos, debe ser entendido en tanto que muchos de los enemigos de la Iglesia y que no entienden su misión, la acusan de aspirar al poder político. Cosa que no es cierto.

¿Los católicos tenemos derecho a juzgar la actuación, los programas y las plataformas políticas de los partidos? ¡Por supuesto! Y tenemos principios que nos sirven de referencia: el respeto a la dignidad humana, la solidaridad, la subsidiariedad, la justicia y el bien común, como principales, junto con otros valores. Y para hacerlo en congruencia, existe la Doctrina Social de la Iglesia, que debiéramos conocer los laicos para normar nuestra actuación en la vida social.

 

Las encíclicas sociales de los papas, desde la Rerum Novarum hasta Fratelli tutti nos entregan numerosos criterios de juicio, elemento de referencia para juzgar y lineamientos de acción que, incluso, no son solo para los católicos, sino para los hombres de buena voluntad, ya que además de tener como referencia el Evangelio, son congruentes con la ley y el derecho natural que está inscritos en el corazón de todos los hombres. Muchos desde estos principios son conocidos desde antes de la era cristiana y forman parte de la cultura occidental que hunde sus raíces en la cultura greco-romana y en el judaísmo.

 

En ese sentido, tiene razón Ricardo Alemán como si fueran un predicador que nos llama la atención a los católicos para saber elegir con la máxima congruencia posible, las opciones que tenemos enfrente, a la luz de las evidencias de las acciones de los partidos y los gobernantes surgidos de ellos, tomando en cuenta su futuro y sus promesas. Y respecto de estas últimas, analizar la credibilidad de quien las expone, pues de las palabras a los hechos, bien sabemos que hay mucho trecho.

 

Recordemos que el fin de la política es la realización del bien común, y que esta se constituye de un conjunto de condiciones concretas que permitan la realización de las personas y de sus organizaciones hacia la máxima perfección posible, dentro de la libertad y la justica, cumpliendo deberes y derechos.

 

Finalmente, también debemos reconocer que, además de pecadores, no somos perfectos. No hay candidatos perfectos, de ahí que entre las opciones a elegir se debe buscar aquellas que nos ofrezcan al mayor bien posible.

Doy las gracias a Ricardo Alemán, por provocar esta reflexión.

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