El corazón de la democracia necesita nuevas energías y esperanzas para tener viabilidad.

 

“La democracia no goza de buena salud”, decía el Papa Francisco en su importante mensaje sobre esta cuestión, el 7 de julio de 2024. En efecto, la democracia liberal, tal y como hoy la conocemos, se encuentra en cuestión en América Latina (y el mundo). Las causas son muchas y los síntomas también. El arribo de populismos de izquierda y de derecha es un efecto de una crisis profunda en la que los fundamentos del orden político entran en juego.

 

¿Qué sostiene a un régimen democrático? ¿Qué hace que un pueblo pueda ser considerado como una “sociedad democrática”? ¿Qué sostiene a la democracia a través del tiempo? Este tipo de preguntas son fáciles de formular, pero complejas de responder.

 

Una de las pistas más importantes con las que hoy contamos para intentar descifrar la crisis democrática actual consiste en entender que no basta el orden formal de las instituciones y de las leyes, sino que se requiere de un “ethos” vivo en la sociedad para que un pueblo pueda tener vida democrática. Dicho de otro modo: es necesaria la cultura democrática de un pueblo. No basta suponerla, es preciso cultivarla. La democracia es una novia esquiva que requiere ser atendida y entendida con afecto y con la fuerza de la razón. Cada año Latinobarómetro nos regala la misma lección: en la región de América Latina las personas que apreciamos la democracia nos encontramos disminuyendo, y como contrapartida, aumentan los segmentos sociales que prefieren soluciones prontas de tipo autoritario, aunque las libertades democráticas disminuyan. Sin una nueva pasión educativa que permita apreciar y desear la vida democrática, la sociedad puede caer en el espejismo de ejercer su libertad a costa de la misma libertad. Para que la libertad no cometa suicidio, es preciso educar en los valores democráticos fundamentales: la participación, la representación y la promoción y vigencia de los derechos humanos.

 

 Por otra parte, la “democracia formal”, “procedimental” necesita establecerse de tal modo que permita la libre participación de todos. Para ello, la autonomía de los órganos electorales, entre otras cosas, es esencial. Aunque parezca una obviedad, conviene recordar que no se puede ser “juez y parte” en los delicados momentos de la democracia electoral. La arquitectura institucional de la democracia formal tiene que asegurar la autonomía, la imparcialidad, la transparencia y el rigor en los procesos electorales. Estos aspectos no pueden descuidarse, no pueden omitirse, no pueden olvidarse. Si se sacrifican, el “nosotros” del pueblo es usado y manipulado. El pueblo se transforma en un recurso meramente retórico para quienes detentan el poder. El pueblo termina ahogado por el poder auto-referencial y su vocación represiva.

 

La democracia necesita de una cultura y de un régimen institucional que cuide que el “nosotros” del pueblo, con su pluralidad de voces, sea escuchado y no vejado. El corazón de la democracia requiere de nuevas energías y de un nuevo horizonte de esperanza. Las energías proceden de las familias, de las escuelas y de las iglesias. El nuevo horizonte es el sueño que es preciso redefinir entre todos, con magnanimidad y fundamentos sólidos que permitan que valga la pena perseguirlo y lograrlo.

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SIRVIENDO A LA SOCIEDAD

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