Concluye el sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Para sus afines y su misma propaganda, es “el mejor Presidente que México ha tenido”. Se paseó por todo el país, acompañado por quien será su sucesora, para recoger el agradecimiento de aquellos a quienes benefició a través de sus programas sociales consistentes en reparto de dinero para mantenerlos vivos, pero sin que se pusieran en marcha programas de desarrollo que los sacaran de la pobreza.
Una de las características de este gobierno fue la intensa labor de propaganda realizada por el propio Presidente a través de las famosas mañaneras, donde daba una versión idílica de su administración, atacaba a sus predecesores calificándolos de neoliberales y culpándolos de todos los males del país, pero sin resolverlos. Una campaña propagandística fundada en mentiras, pues cuando los periodistas verdaderamente independientes que iban a su conferencia de prensa matutina le preguntaban acerca de cifras que desmentían sus versiones idílicas, tomando como referencia las fuentes oficiales, él se inventó un escudo mágico impenetrable: “yo tengo otros datos”, nunca se supo cuáles eran y dónde estaban.
Cuando pretendió llegar a la Presidencia de la República por primera vez, se le señaló por ser “un peligro para México”, desde luego denunció a quien hiciera tal señalamiento y pretendió que se le castigara. La afirmación procedía de lo realizado en la Ciudad de México, un gobierno opaco, que ocultó las cifras de su gasto público y actuó violando leyes y desacatando, incluso, las disposiciones del Poder Judicial.
Cuando por un pequeño margen no alcanzó la Presidencia, se lanzó con todo para “defender” su supuesto triunfo, llenó de carpas el Paseo de la Reforma, donde la mayor parte del tiempo no había nadie, sólo se registraba una numerosa presencia cuando se hacía el reparto de los alimentos que enviaba el Gobierno de la Ciudad de México para sostener el supuesto plantón.
Se auto proclamó “presidente legítimo”, se mandó hacer una banda presidencial, y, desde ese momento, mandó “al diablo las instituciones”. Eso, que parecía ser una expresión retórica, lo vino a intentar desde la Presidencia de la República. Su odio al Instituto Nacional Electoral (antes IFE) lo expresó sistemáticamente todo el tiempo, dirigiéndolo principalmente a su Presidente y a los consejeros que se mostraron resistentes a sus propósitos. Desde luego planeó su desaparición, pero al no contar con los votos necesarios para ello, diseñó el Plan C que ahora está por ejecutarse como herencia a su sucesora.
Lo mismo ocurrió desde su llegada con la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo cual tardó en realizad debido a una reforma promovida por el Ministro Zaldívar, quien parecía haber cumplido con una directriz presidencial, aunque algunos la interpretaron como un acotamiento a ese propósito. Pero la buna relación entre el entonces Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y Andrés Manuel López Obrador, se reveló más tarde como un sometimiento, incluso con denuncias respecto de consignas dictadas desde su oficina a jueces para fallar en un sentido dictado desde arriba y, finalmente, con su renuncia e incorporación al equipo de la candidata de Morena y, desde ahí, sus ataques a sus antiguos compañeros de la Corte y la defensa a fondo de la reforma del Poder Judicial en el sentido en el que, finalmente, fue aprobada. Este es, quizá, el mayor de los ataques a las instituciones, a pesar de que, poco a poco, fue tomando la Corte mediante la designación de ministros a modo. Pero cuando algunos de ellos no se sometieron a sus dictados, los calificó de traidores.
Para llevar adelante sus proyectos emblemáticos: los subsidios sociales, la construcción del Tren Maya, la refinería Dos Bocas, el aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Trans Ístmico, etc., se apoderó de los recursos de numerosos fideicomisos e, incluso, va por los de la Suprema Corte.
Su ataque a las instituciones autónomas fue sistemático y el Plan C está concebido para su desaparición y la concentración y centralización del poder como fue en la era del PRI, partido en el cual inició su carrera política.
Prometió retirar el Ejército de las Calles, por su oposición al combate que Felipe Calderón inició contra los cárteles y que derivó en numerosas muertes, pero lejos de ello y supuestamente para no militarizar al país, inventó la Guardia Nacional como fuerza civil, que luego puso bajo un mando militar y que, finalmente, se incorporará a las fuerzas armadas. Seis años vimos transitar en ciudades y carreteras tropas armadas, pero inútiles, pues la violencia se multiplicó y numerosos territorios del país están bajo el control del crimen organizado –Sinaloa es la cereza del pastel de despedida-, y los muertos se multiplicaron llegando a cerca de 200 mil, al igual que los desaparecidos. Su política de “abrazos y no balazos”, refrendada con la orden de liberación del Chapito cuando lo habían detenido en Culiacán, y el saludo cordial a la mamá del Chapo Guzmán, han derivado en el señalamiento de que, en gratitud a supuestos apoyos económicos para sus campañas, los dejó hacer.
Otra de las herencias derivadas de la destrucción de instituciones, fue la desaparición del Seguro Popular para dizque sustituirlo con un INSABI que resultó un gran fracaso, luego reconstruido con el plan IMSS Bienestar, imitación tardía del IMSS Solidaridad. Simuló en su sexto informe que, tal y como había prometido, no sólo teníamos un servicio médico mejor que el de Dinamarca, sino “el mejor del mundo”, hasta que interpelado por la prensa tuvo que reconocer que no era así, pero lo había dicho para provocar a sus adversarios.
¿Es éste el mejor Presidente que México ha tenido?